revista on-line

Entrevista a Mauricio Rosencof
"Las cartas que no llegaron"

por Alberto Catena

Cuando un autor ofrece una obra que es testimonio de una experiencia extrema de cárcel y humillaciones, el entrevistarlo no puede saldarse con preguntas estéticas o técnicas. Tal es el caso de esta charla con el escritor uruguayo en torno a la pieza que él mismo, en colaboración con Raquel Diana, concibió a partir de su novela Las cartas que no llegaron y que sus compatriotas de El Galpón estrenaron en el 2005 en el Teatro San Martín.



El poder de la memoria

La imagen es opresiva. Un hombre encerrado en un pozo de dos metros por uno intenta caminar: da tres pasos cortos, se detiene, gira sobre sí mismo y regresa en sentido contrario. Es todo el recorrido posible dentro de ese agujero infame (el “nicho” lo llaman los prisioneros) al que lo han enviado en castigo por su rebeldía. Sometido a ese martirio diario que lo desliza entre la vida y la muerte, este moderno Segismundo creado por el odio de una dictadura sudamericana sabe que sólo el movimiento continuo de sus músculos y la ayuda de algunos recuerdos y ejemplos entrañables pueden evitar que su cuerpo y su mente se marchiten definitivamente. Entre esos recuerdos salvadores, y como una suerte de contramodelo del Basilio de La vida es sueño, aparece el de su padre, una figura de intenso aliento moral, clave para sobrellevar ese tránsito por los círculos del infierno.
Con esa escena, comienza Las cartas que no llegaron, versión teatral de la novela homónima de Mauricio Rosencof que escribieron Raquel Diana y el propio autor. Para quienes compartan la definición de Roland Barthes de que toda novela es en el fondo autobiográfica, esta obra –más allá de la legalidad estética propia que le otorga el hecho de estar escrita como una ficción- los ratificará plenamente en sus convicciones. Y es que Mauricio Rosencof fue protagonista central de la peripecia que cuenta su novela y recoge la obra de teatro que en el año 2005 presentó el legendario grupo oriental El Galpón en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín. Detenido en 1972 debido a su actuación como dirigente del Movimiento Tupamaro, Rosencof fue sometido a partir de 1973 a once años y medio de cruel encarcelamiento. Aislado durante todo ese tiempo en un pozo siniestro al que llegaban escasamente el agua y la comida, el escritor sobrevivió –como algunos rehenes más, otros murieron o se volvieron locos- gracias a un ejercicio de dignidad y valentía que en muchos aspectos evocan las de Primo Levi, aquel extraordinario escritor judío, ya muerto, que sobrevivió al exterminio de los campos de concentración en Auschwitz.



Un padre inolvidable

Las cartas que no llegaron es un libro que narra en forma de correspondencia íntima con el padre los retazos de una dura historia familiar, que comienza a principios del siglo XX en una pequeña aldea de Polonia, Belzitse, agredida por los cosacos, sigue con escenas del Holocausto en la Segunda Guerra Mundial (Treblinka, Auschwitz, Teresienstadt) y termina en la mazmorras uruguayas a inicios de la década de 1970. La novela, como la obra de teatro, tiene un carácter casi elegíaco, de emocionado homenaje de Rosencof hacia su padre Isaac, de lírica reconstrucción mediante las palabras del universo de amor e ideales que unía al hijo con su progenitor.
“Estas son las cartas, mi viejo, que te quise escribir desde donde escribir no podía”, dice al comienzo el prisionero en la pieza teatral. En esa búsqueda que realizan las palabras, en ese conjuro que hacen por restablecer la comunicación perdida, hay sin embargo una o dos de ellas que se resisten a revelar su secreto íntimo, la clave de un significado vital. Hasta que al final aparece (tanto en la novela como en la obra teatral) y la alegría que produce esa iluminación no se disimula: “La Palabra. La Palabra caldea, aramea, babilónica, hebrea, quería decir, dijo, en el mismo instante, en el instante simultáneo donde el tiempo corre por su cuenta y sin reloj para mi padre en el comedor del asilo y para mí en el nicho, la Palabra, entonces quiso decir y dijo que estemos donde estemos, Viejo, nos estamos viendo”.

Rosencof cree hoy, y lo dice sin solemnidad ni ofuscación, que nada ni nadie lo separa ya de su padre, ni siquiera la muerte: “La memoria es como un rescoldo que no se apaga jamás. Basta que un olor o un sonido, aunque sea en la forma de un leve viento, golpeen una neurona dormida para que todo se enciende de nuevo. La novela –y la obra de teatro que la recreó- están construidas sobre el discurrir de la memoria. La biaba, los campos de concentración (los nuestros y los de la Segunda Guerra), el encierro prolongado, el estado de semilocura en que me sumía toda esa situación contribuyeron para que la memoria comenzara a funcionar, a prender sus llamas. Fue un ejercicio sin el cual difícilmente hubiera podido seguir vivo. Somos nuestra memoria y basta con que un pequeño estímulo la active para que ocurran cosas extraordinarias. En Por el camino de Swann, de Marcel Proust, alguien le da al protagonista una taza de té con una magdalena y él se pregunta: ¿dónde sentí antes este sabor? Toda la novela sale de la evocación que produce el sabor de una magdalena. Mis recuerdos nunca se habían detenido en Sacucho, el cartero que le llevaba las cartas a mi padre. Tuvo que ocurrir el encierro, al estar incomunicado tantos años, las cartas que llegaron de mi viejo o mi hija para que todo se me removiera en el espíritu y los recuerdos cobraran otra dimensión. Las cartas que yo esperaba de ellos con tanta ansiedad me condujeron a pensar en las cartas que papá aguardaba y nunca llegaron de sus parientes encerrados en los campos de concentración. Y ahí reapareció Sacucho, a quien el viejo invitaba a tomar guindado en el patio. Cuando mi viejo me contó durante un encuentro cómo habían matado a su madre en un campo de exterminio nazi y se le empezaron a caer lágrimas de los ojos, empecé a ver la infancia de otro modo. Infinidad de imágenes resurgieron de algún lugar, junto con detalles que comenzaron a adquirir un gran valor. Ahí me di cuenta del poder de la memoria, que era capaz incluso de completar historias cuyo final no sabía con precisión”.

“No sé si mi padre podrá recibir donde está esto que le escribí, del mismo modo que yo recibo a diario su pensamiento, su ejemplo de vida. El era un hombre transparente, honesto, con una enorme capacidad de lucha, un comunista que estuvo entre los creadores del Sindicato Unico de la Aguja y que nunca se entregó –continúa Rosencof. En mi casa, están todavía su tijera y su plancha de sastre. La literatura permite reconstruir nuestras vidas, lo que somos y hemos sido. Porque somos bastante más que lo que está debajo de nuestra piel. Somos también las otras personas: el viejo o la vieja, nuestra mujer y nuestros hijos, los amigos. Que no nos toquen a esos seres. El río de la sangre nos recorre desde la historia, aun sin que lo sepamos. Tenemos por ahí el rasgo físico de algún pariente que peleó en la Guerra de las Galias o en Las Termópilas y no tenemos conciencia de ello.
La memoria genética se pierde en el tiempo pero está en nosotros. Los horneros nacen sabiendo arquitectura, porque el hijo de un hornero aunque lo alejen de sus padres puede reconstruir su nido. Trae consigo una sabiduría que hasta Le Corbusier envidiaría. Y yo quiero empaparme de lo mejor de mi padre. Le cuento una anécdota de él. Un día que me fue a visitar cuando yo estaba preso, se desmayó debido a la larga espera. Al reaccionar, lo primero que hizo fue ponerse la pastilla debajo de la lengua que era para el corazón. Fue en esa circunstancia que un oficial le pidió a un soldado que le trajera un vaso de agua, a lo que él le contestó de inmediato “De ustedes no quiero ni el agua”. En una situación de esa naturaleza, con el hijo encerrado en condiciones penosas, con toda esa presión que sufría, y además afectado del corazón, el viejo supo sacar fuerzas de algún lugar y tener esa actitud de extraordinaria dignidad y entereza. Ese era mi padre”.



Acrílicos por encargo

-Cuando usted salió de la cárcel, sus padres estaban en un hogar de ancianos, ¿no?

-Allí fueron a parar por la situación de indigencia en que quedaron. Eso se vio agravado por mi detención. De ese lugar donde estuvieron, recuerdo otra anécdota que me contaron algunos compañeros del viejo y la vieja. Un día llegó gente de París a traerle a papá algún dinero y frazadas. Al entregarle las cosas, él sólo aceptó las frazadas que le tocaban. El dinero dijo que debían dárselo al comité de familiares de los detenidos. Su situación de pobreza era extrema, pero así y todo consideró que la plata debía ir al comité. Era un hombre muy solidario, incapaz de levantar la voz y con una sonrisa que era casi inherente a su estructura facial, a su alma. Mi madre, luego de la muerte de mi hermano, no quedó bien. Y él fue un gran respaldo para ella, la acompañó en todo momento en su dolor, que era también el suyo.

-Usted contó que, en algún momento de su cautiverio, algunos de sus guardianes le pedían que escribiera cartas de amor para sus novias.

-Y versos, sobre todo. Me había especializado en los acrósticos. Me acuerdo que en uno de los tantos traslados que tuve, retorné a un lugar donde un suboficial me recibió virtualmente alborozado. Durante mi estada anterior, le había escrito varios poemas para su novia, con la que después se casó. Al volver, llevaba ya un tiempo de casado y su mujer le reprochaba no estar tan romántico como al principio. “Por suerte que ha vuelto”, me espetó. “Necesito urgente uno de esos acrílicos”.

-Los traslados eran permanentes?

-Eran para evitar que pudiéramos establecer relación permanente con la oficialidad o la guardia. Temían que les ablandáramos el coco. Esos traslados tenían varios aspectos jodidos. Uno era la posibilidad de que te boletearan en el camino. La otra es que después de estar dos meses en un lugar ya habías conseguido por ahí alguna pequeña conquista, como por ejemplo que te dejasen tener una lata para orinar, que era como disfrutar de calabozo con baño privado. Te sacaban al baño una vez por día y cuando tenías la vejiga en el cráneo.Esas cosas se perdían al trasladarse.

Autor de obras de teatro como Los caballos, El combate del establo, Las ranas o El regreso del Gran Tuleque, o novelas como Vincha Brava, Memorias del calabozo (escrita en colaboración con Eleuterio Fernández Huidobro) o El bataraz –las dos últimas narran su experiencia en la prisión-, Mauricio Rosencof sigue escribiendo sin prisa pero sin pausa. En estos días se iba a dar a conocer en Montevideo y luego en Buenos Aires su última novela, El enviado del fuego. Y hay otra ya terminada, El barrio era una fiesta, que está próxima a publicarse. Con ese humor envidiable e indeclinable con que tiñe todas sus charlas, se refiere a la continuidad de su trabajo con una frase que evoca al Sandrini de su infancia: “Mientras el cuerpo aguante, voluntad no falta.



Tres opiniones

Como cierre de la conversación, Rosencof se refirió a tres temas más que le propuso esta revista: su identificación con Primo Levi, la fuerza interior para resistir la adversidad y las guerras. Lo que sigue es lo que dijo sobre esos puntos:

Identificación: “Después de la guerra, apareció una carta que daba cuenta de la existencia de una tía que había sobrevivido a los campos de concentración. Y que había salido de Auschwitz –eso lo averigüé después- el mismo día que Primo Levi, un escritor revolucionario con el que me identifico, y que el padre de Ana Frank, que no sabía que sus hijas y su mujer habían muerto de tifus. Levi dice en su libro La tregua que Dios nos da una tregua para que podamos respirar y luego nos asfixia de nuevo. Además admiro de él cómo construyó su vida posterior al infierno de los campos, sin odio, aunque sin abdicar al reclamo de justicia. Yo también perdí el odio, pero no las ganas de pelear, y si tengo en algún otro momento que dar, voy a dar. Porque en eso tenemos que atender a Jesús, cuando le dijo a sus discípulos en el Monte de los Olivos: así como un día les dije que salieran sin nada más que las sandalias y las túnicas, hoy les digo que las vendáis para comprar espadas. La historia de Jesús nos muestra también que siempre hay batidores, pero contra esa viruela nadie se puede vacunar”.

La fuerza interior para resistir en la adversidad: “Cualquier ser humano tiene reservas para enfrentar las adversidades, porque la vida te presenta todos los días contrariedades: la muerte de un hermano, de un padre, la ruptura de una pareja. Y además, todos tenemos referencias que nos fortalecen. El negro Viana decía: ¿cómo no voy a resistir si lo hizo Lumumba? El padre Zaffaroni pensaba en Cristo y en el Che. Yo pensaba en mi viejo y me decía: si no resistís, no vas a poder mirar a la cara ni a tu viejo ni a tu hija. El dolor y el sufrimiento son inherentes a la vida. El solo hecho de vivir te enfrenta con esos sentimientos. No hay un dolorímetro para medir cuánto dolor puede resistir cada uno pero todos, por el hecho de estar en la vida, atravesamos nuestra cuota de padecimientos. Los vas a recibir siempre, estés donde estés”.

Las guerras: “Son bestialidades crónicas que enfrenta el mundo. Ahora el escenario de esas bestialidades es Irak, Guantánamo y tantos otros lugares del mundo donde los Estados Unidos cometen esos atropellos. Estos problemas me sensibilizan y me duelen como a muchísimas personas de este planeta, pero cada uno tiene que cumplir su papel en donde está y mi inquietud más inmediata –sin perjuicio de condenar aquellas tropelías- se trata de averigüar qué pasó con nuestros desaparecidos, acá y en la Argentina. Le debemos ese legado a nuestros compatriotas que tanto sufrieron y a las generaciones que vengan. Yo digo siempre una frase que utilice en mi obra de teatro La retirada del Gran Tule que: “Por los chiquitos que faltan, por los chiquitos que vienen, uruguayos nunca más”.

Fuente: Revista Teatro Año XXVI
Nº 80-Junio 2005

Volver