revista on-line

Un apuesta valiente y arriesgada

por Alberto Catena

El surgimiento de una editorial como Emergentes es siempre un hecho gratificante para el mundo de las ideas. Primero porque tiene un claro y original concepto editorial, que es el de difundir autores de teatro contemporáneo y obras que por su estilo han hecho historia en distintas épocas. Luego porque respalda ese concepto con un material de alta calidad, como lo ha demostrado la aparición de sus primeros cuatro libros, todos ellos precedidos de muy enjundiosos estudios previos.

En un tiempo donde se ha debilitado el hábito de la lectura y los textos dramáticos están muy lejos de ser los best-sellers con que sueña cualquier editor, la apuesta del dramaturgo e intelectual argentino Eduardo Rovner, responsable de este emprendimiento, es una apuesta valiente y arriesgada, un aporte al conocimiento de espacios de creación teatral inéditos o poco divulgados y una contribución a la utopía de una cultura mejor y para todos, que es lo que puede hacer libres a las sociedades, hoy tan en crisis, que sobrevengan en el futuro. Bienvenida pues esta flamante iniciativa.

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Más teatro para leer

por José Moset

Cuando más se habla de la crisis del autor y de la obra escrita, resulta paradógica la existencia de varias colecciones de teatro o, como en este caso, hasta de una editorial dedicada exclusivamente a la literatura dramática. Con la dirección del dramaturgo Eduardo Rovner, el sello Emergentes ya publicó dos títulos de contenido diverso y parejo atractivo: Teatro checo contemporáneo y Teatro comunitario argentino.

El primer volúmen tiene la virtud de acercar tres piezas de autores escasamente conocidos en Latinoamércia, aunque uno de ellos muy notorio por otras razones: Václac Havel, nacido en 1936, quien fue el último presidente de Checoslovaquia y, tras la disolución de ese estado, el primero de la República Checa. En Una fiesta en el jardín los recursos de la sátira y el humor absurdo le sirven a Havel para cuestionar la burocracia y la siempre difícil relación entre individuo y sociedad.

Octubre 2009

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Entrevista a Francisco Javier.
“La novedad del teatro francés está dada por la exploración del lenguaje”

por Diego Rosenberg

Francisco Javier es un reconocido profesor, escritor, investigador y director teatral que cuenta con más de sesenta puestas en escena sobre sus espaldas. Fue, además, el primer traductor argentino de las obras de Eugene Ionesco, el dramaturgo francés de origen rumano que contribuyó a crear el teatro del absurdo. A medida que fue avanzando en su carrera, Javier se convirtió en un especialista en el teatro galo contemporáneo. Aquí habla de la influencia que tienen los manifiestos de Antonin Artaud y las obras de Bernard-Marie Koltès en los trabajos de los autores parisinos de los últimos años. El lenguaje y el humor, sostiene, son las principales herramientas que cruzan a un teatro caracterizado por su gran diversidad.



¿Cómo caracterizaría al teatro francés de hoy?

Ante todo, hay que señalar la enorme diversidad que caracteriza hoy el teatro francés. Intentar trazar un panorama implica hablar de la literatura dramática, de los espectáculos, de la dirección, de la gestión, del apoyo que brinda al teatro el Estado, de la gravitación que ha adquirido la crítica teatral, la teoría del teatro. Por ejemplo, hay una colección del Centro Nacional de la Investigación Científica que se llama Los Caminos de la Creación Teatral que ya lleva cuarenta años, veinte tomos con reproducciones, dibujos, fotografías. Fue ideado por un crítico que elegía un espectáculo representativo de la segunda mitad del siglo XX e invitaba a distintos especialistas para que hablaran del lenguaje hablado, de la puesta en escena, del manejo de la luz. Cada uno hablaba de su especialidad para dejar constancia de cómo había sido realizado este espectáculo. Sirve para analizar y dejar constancia de un espectáculo que es efímero, pero que queda así, en parte, recuperado.

Si hablamos de la literatura dramática, ¿qué líneas encontramos en Francia?

Sin dudas debemos hablar de la influencia de Antonin Artaud y sus dos manifiestos. Murió en el 48, pero su pensamiento está presente en las realizaciones teatrales de la segunda mitad del Siglo XX. Más que como realización, dado que es muy difícil realizar lo que propone, como aspiración, como deseo de alcanzar algo de lo que plantea.

¿Cuáles son esas proposiciones tan difíciles de alcanzar?

En primer lugar, lo que él llama el teatro de la crueldad. No se refiere, como comúnmente se cree, a la crueldad en el sentido de violencia. Es mucho más sutil y profundo. Para él, la crueldad se desprende de las acciones llevadas al límite. Por eso dice que el amor y el sexo son crueles. El concepto del teatro asimilable a la peste. Se refiere a la peste como el flagelo terrible que azotó a Europa en diferentes épocas. Los que sufrían porque iban a morir o porque eran testigos de lo que pasaba, se sentían fatalmente en una situación límite y, en la que no había lugar para convencionalismos. Artaud propone un teatro que ponga al espectador en esa situación: abandonar las mentiras, las hipocresías, los convencionalismos. Busca que el espectador se vea tal cual es, en su esencia. El concepto del teatro y su doble. Artaud propone que el doble del teatro no sea la realidad cotidiana, sino una situación vinculada al origen de la existencia, de la vida, del universo. Artaud se aparta del teatro comercial, de lo cómodo, de lo elaborado para el consumo masivo. Se trata, más bien, de un teatro incómodo, que pone al espectador en situación de explorarse a sí mismo y cuestionarse mientras se pregunta a dónde va, qué hace, cuál es su destino. Esto marcó toda la segunda mitad del siglo XX, cada director de teatro llevó algo de esto a la escena.

¿Algún director llegó a concretar el deseo de Artaud o todos se mantuvieron en el plano de las aspiraciones?

Ni Artaud pudo concretarlo. Dejó unos textos inquietantes, pero no logró lo mismo en la creación dramática. Hizo un solo espectáculo y no logró lo mismo que propiciaba. Se necesitaba mucho dinero para lograr lo que proponía; creía que el espacio escénico, por ejemplo, debería tener la forma de un anillo y dentro de él debían estar los espectadores para que se sintieran acosados por el espectáculo. Pero su obra, Los Cenci, tuvo que montarla en un escenario a la italiana, en un teatro comercial.

¿Qué otra influencia se descubre en el teatro contemporáneo francés?

Otra línea es la de Bernard-Marie Koltès, que empezó a escribir teatro a partir de sus propias experiencias en relación a la realidad francesa en el campo social y político. Le impresionaba todo lo que ocurría en el norte de África, el colonialismo. En sus obras se crea un conflicto muy especial porque las relaciones entre los personajes terminan por ser profundamente simbólicas. Hay un diálogo entre dos personajes de En la soledad en los campos de algodón en el que uno ofrece algo y el otro parece desearlo. El diálogo orilla el pensamiento filosófico, pero nunca se sabe bien qué pasa entre ellos, no se sabe si lo que se ofrece es droga, si es sexo; pero lo que queda es una relación muy profunda. Y también se aprecia el legado de Jean Genet, que comenzó a concebir un mundo donde todos los valores cambian de signo, el peor es el mejor y el mejor, el peor.

Esas son las líneas que influencian la creación de hoy. Ahora, ¿cuál es el aporte novedoso?

La literatura dramática francesa oscila entre un teatro muy fuerte, que interesa desde lo político y social, y un teatro cuyo centro de exploración es el lenguaje. Esto es lo que propone el teatro francés de los últimos años, el conflicto no se plantea entre los individuos sino que está radicado en la lengua. En el juego de las palabras, en la sintaxis, en los distintos niveles lingüísticos. Todo tiene que ver con el fenómeno de la elocución, cómo lo que el hombre quiere decir se transforma en el sonido de las palabras. Es un teatro muy vivencial que, repito, denuncia vínculos con Koltés, con Genet, con Artaud. Entre estos dramaturgos, se destacan Phillipe Minyana y Valère Novarina.

¿Pero la esencia del teatro no es la acción en vez de la palabra?

Sí, pero, en este caso, la acción es la palabra. Parecería que todo el peso de la acción dramática se ha volcado en el lenguaje.

¿Por qué los dramaturgos franceses toman el lenguaje como elemento central de su obra?

Creo, es una hipótesis, que en un momento dado los directores comenzamos a hacer teatro con textos que no eran dramáticos. Yo mismo en los 70, con Los Volatineros, hice Qué porquería es el glóbulo, de José María Firpo, que era un texto realizado a partir de lo que escribían los chicos de la escuela. Después montamos Cajamarca, el encuentro de Atahualpa y Pizarro, de un francés que había reunido crónicas, textos de diarios, poesías. De alguna manera, los directores le demostraron a los autores que podían hacer teatro sin ellos. Entonces, a partir de la centralidad del lenguaje en las obras, los autores dijeron que podían hacer teatro sin pensar en los directores y los actores. Hubo obras, por ejemplo, que se montaron en el hall de un supermercado, en una especie de plataforma de tres por cuatro. Se ve a la gente que entra y sale con bolsas del supermercado, algunos se quedan a escuchar, otros ponen mala cara. No es solo el espectáculo lo que importa, sino también la reacción del espectador.

¿Este grado de experimentación se explica por el gran apoyo que el Estado francés le da al teatro?

En parte sí, pero en la Argentina experimentamos tanto como ellos. Hacemos teatro en cualquier lado. Basta con abrir un diario un fin de semana para comprobar que existen más salas nuevas, improvisadas, y espectáculos imprevisibles, que teatros tradicionales.

Además del lenguaje, mencionó una corriente de dramaturgos que enfoca su trabajo en las cuestiones sociales y políticos. ¿Cuáles son los temas que abordan?

El racismo, la discriminación, las consecuencias del colonialismo. Lo que la sociedad heredó del siglo XIX cuando los países de Europa tenían puesto los ojos en Asia y África. Sabemos el papel que jugó Francia en el norte de África. Ahora eso vuelve al teatro. Hoy Europa siente cierta culpabilidad y eso se refleja en el teatro.

Pero muchas veces esa culpa es tamizada con buenas dosis de humor.

Es que el humor da la posibilidad de desmontar las situaciones más trágicas. Si no, la realidad es, a veces, demasiado dura para absorberla. Es el caso de las obras de Ribes y de Grumberg que hoy se publican en la colección de Editorial Emergentes. Y el caso de Michel Vinaver.

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La creación teatral.
El dramaturgo como emergente y portavoz

por Eduardo Rovner

Algunos dramaturgos se sienten más cerca del teatro europeo que del argentino. Esto conlleva, por una parte, a la adhesión de ese teatro a cánones impuestos culturalmente desde la globalización -sobre la base del individualismo, la competencia y el discurso vacío que desconsideran los problemas de identidad que cada vez son más preocupantes- y, por otra, a una falta de valoración de la tradición teatral y del medio que ha hecho posible el desarrollo de ellos mismos.

Pero, aunque algunos autores crean que ese es el camino, la huella social siempre estará presente en el trabajo de todos.

Los dramaturgos, más allá del genio particular de cada uno, son emergentes y portavoces de las problemáticas de su época y lugar. Sus obras conllevan las huellas de los conflictos existentes en esos tiempos y espacios, y también los deseos y frustraciones del hombre frente a las situaciones y los cambios sociales vividos. Estudiarlos aisladamente, sin tener en cuenta que son el producto de una sociedad determinada, que hubo un medio que les posibilitó desarrollarse, y en algunos casos trascender en el tiempo a través de su obra es, no sólo una desconsideración de ese medio en el que se desarrollaron, sino también una injusticia hacia todos aquellos que formaron el caldo de cultivo en el que crecieron aquellos que se destacaron.

Sería necesario detener nuestra atención en los testimonios presentes en los textos dramáticos de un conjunto de autores, ya que a través de las producciones artísticas de una cultura perteneciente a una época y espacio determinados, podríamos realizar la reconstrucción de un mundo de experiencias propio de un período histórico.

Es decir, una lectura crítica de diversos textos de una misma cultura, que tenga en cuenta, no sólo las formas de las representaciones imaginarias que las obras presentan, sino también los deseos y los conflictos comunes a los diferentes creadores, nos permitiría indagar, con mayor precisión, en esos conflictos y transformaciones sociales, y establecer una “historia no oficial”, narrada específicamente desde la dramaturgia.

Creemos que el estudio de los procesos sociales y culturales a partir de la dramaturgia constituye un trabajo pendiente que en general, se realizó con otras expresiones artísticas, como por ejemplo la literatura. Indagar en el teatro y rastrear esas huellas que las transformaciones sociales dejaron en el hombre, constituye una visión de la historia que merece ser contada. Asimismo, permitiría hacer justicia con muchos talentosos escritores, que quizás no perduraron en el tiempo, pero si posibilitaron la apertura de un camino para que otros, posteriores a ellos, trascendieran hasta nuestros días.

Si nos introducimos en la producción dramática de algunos escritores teniendo en cuenta la tradición teatral a la que pertenecen y el contexto socio-político, se torna necesario tomar a algunos de ellos como puntos de partida a la espera del surgimiento de otras voces, quizás desconocidas para nuestra época.
En el caso de “los griegos”, es inevitable partir de Sófocles, Esquilo, Eurípides, y Aristófanes; en el de los escritores del siglo de oro español, Lope de Vega y Calderón de la Barca surgen como los nombres más representativos, en el de los norteamericanos de la década del cincuenta, Eugene O’Neill, Arthur Miller y Tennessee Williams; y en el de los ingleses de la época isabelina, William Shakespeare, Christopher Marlowe y Ben Jonson.

Todos estos autores mencionados despiertan gran interés, pero el caso de los dramaturgos de la época isabelina se nos presenta como particularmente atractivo. Comúnmente, manifestamos nuestro gusto por el teatro de la época isabelina, pero pocas veces podríamos ir más allá de la presencia de William Shakespeare. Esta presencia fuertemente dominante, nos impulsa a saber que había atrás de la genialidad de este escritor: qué otros escritores habrían existido en ese mismo momento y quizás no perdurado o trascendido y conocer cómo era el mundo teatral que había posibilitado la aparición de ese genio.

En diversos estudios realizados sobre el teatro isabelino es inevitable la remisión a William Shakespeare, quien se establece como la presencia más notable y dominante de dicho período. La obra de este autor se constituye, para los estudios e investigaciones históricas, como sinónimo del teatro isabelino, opacando la existencia de otros autores. Pero indagando en páginas web dedicadas específicamente al tema (de origen inglés) y en publicaciones que datan de comienzos del siglo XIX presentes en bibliotecas porteñas, nos encontramos con una gran cantidad de autores prácticamente desconocidos para nuestros días. Junto a los nombres de Christopher Marlowe y Ben Jonson, autores más cercanos a nosotros, que pudieron trascender a pesar de la canonización de la obra shakesperiana, aparecen otros como:

John Lily (1544-1606), George Peeele (1558-1596 aprox.), Robert Greene (1558-1592 aprox.), Thomas Lodge (1557-1625), Thomas Kyd (1558-1594) y Edwards (1571).
Es interesante saber que, con respecto al medio teatral, durante el siglo XVI, el teatro se había convertido en Inglaterra en una de las mayores atracciones, causa que posibilitó el surgimiento de esta gran cantidad de autores dramáticos, que escribían tanto para los teatros públicos como para los privados. Por estos años se constituye un grupo de formación intelectual, denominado “University Wits” (ingenios universitarios), que estaba integrado por John Lily, Thomas Lodge, George Peele, Robert Greene, Thomas Nashe, Thomas Kyd y Christopher Marlowe, que se dedicaron exclusivamente a escribir teatro, y crean de este modo, la profesión de dramaturgo, que resultaba sumamente redituable económicamente.

Eran buenos conocedores de la cultura clásica, y según Ilse Brugger en Breve Historia del Teatro inglés, “lograron llevar a cabo la reconciliación entre las tendencias divergentes”: la clásica y la romántica. Previamente al período isabelino, el repertorio representado en la Corte, los colegios y las universidades, difería del que se realizaba en los teatros públicos y en los patios de las posadas. Con la llegada de la literatura isabelina y específicamente con la presencia de este grupo de escritores esta dicotomía comenzó a diluirse: éstos fueron quienes “prepararon y hasta cierto punto lograron llevar a cabo la reconciliación entre las tendencias divergentes.” Según esta autora, “los conceptos renacentistas y los estudios humanistas (que alcanzaron un fuerte desarrollo en Oxford, Cambridge y Londres) motivaron el surgimiento de una nueva forma dramática, ya que reanudaron los hilos, durante largos siglos descuidados, que debían vincular el teatro moderno con el de la Antigüedad clásica.”

Un ejemplo de esto lo constituye la obra dramática del Lily, cuya contribución más importante reside en “hallar un nuevo lenguaje en prosa para la comedia, que tendía a expresarse con vulgaridad y rudeza, de forma que aproxima al público culto y aristocrático un género que hasta ahora sólo se había orientado a audiencias populares.”

Los estudios realizados por distintos investigadores señalan, en general, que estos autores, con su conocimiento de la cultura clásica, contribuyeron al perfeccionamiento de las formas teatrales y al allanamiento del camino para la aparición de William Shakespeare. La producción teatral isabelina se constituye como un fenómeno complejo, de intenso y rápido desarrollo, cuyo “broche de oro” es el teatro shakespeariano.

En lo que respecta al contexto socio-histórico correspondiente a este período, nos encontramos con un siglo XV colmado de hondas perturbaciones políticas, centradas específicamente en conflictos externos como la Guerra de los Cien años, e internos como las luchas sangrientas entre las Dos Rosas: la blanca de la casa de York y la colorada de la casa de Lancaster.

Además, este siglo tuvo otro hecho significativo basado en la transformación de Inglaterra de pequeña potencia insular a una nación con aspiraciones universales.
Todo este panorama socio-histórico al que debemos sumarle la nueva visión aportada por el Romanticismo y el Humanismo, y la tendencia hacia el individualismo que “se hizo sentir en el campo religioso con la Reforma”, tuvo su reflejo en la serie estética. Los sucesos históricos y políticos acontecidos durante el siglo XV tuvieron su repercusión en la producción dramática y literaria pertenecientes a la centuria siguiente.

Una de las huellas halladas en los textos como consecuencia de los cambios vividos es la intención del hombre a descubrirse a sí mismo, explorando “sus propias riquezas y posibilidades anímicas, conviniéndose al mismo tiempo en explorador del mundo circundante y en defensor de su propia individualidad” (Brugger)
Estas consideraciones constituyen un breve panorama que nos permite observar que los dramaturgos, más allá del genio particular de cada uno, son emergentes y portavoces de las problemáticas de su época y lugar, y detrás de cada uno de ellos, están presentes otras voces que abrieron caminos para el desarrollo y trascendencia de éstos.

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Entrevista a Françoise Thanas
“Atahualpa me hizo soñar”

Por Ana Seoane

Es una de las personas que más ha ayudado a difundir el teatro argentino en Francia. La tarea de Françoise Thanas, por momentos oculta, ha sido traducir textos de nuestros más importantes dramaturgos, desde Griselda Gambaro, Eduardo Pavlovsky hasta Ricardo Monti. Y de las nuevas generaciones están los ejemplos de Daniel Veronese, Patricia Zangaro o Alejandro Tantanián. Ahora escribirá el estudio introductorio de Teatro francés contemporáneo, el próximo libro que publicará Emergentes Editorial.




-¿Cómo nació tu historia con las traducciones?

-Mi gusto por traducir se inició con los españoles, no con los argentinos. En la época de Franco, me acerqué a los artistas que hacían manifestaciones y eventos contra esta política. Recuerdo unas veinticuatro horas de creadores exiliados, donde cantaban, ahí conocí a muchos escritores. Me recibí de profesora de literatura francesa, pero ya de grande decidí acercarme al castellano. Mis padres no eran franceses, soy naturalizada, aunque nací en París. Mi padre era albanés del norte de Grecia y mi madre es de Luxemburgo. Conocí a los uruguayos, chilenos y argentinos, cuando comenzaron a llegar a Francia, por el otro exilio, el que produjeron las dictaduras militares.

-¿Quién te marcó más?

-Fue Atahualpa Yupanqui quien me ayudó a conocer más a este país. Tan es así que escribí un libro sobre él. Para mí, fue alguien muy importante, aunque nos peleamos, ya que ambos teníamos caracteres muy particulares. El me hizo soñar. A través de sus relatos imaginé la otra Argentina, la del interior. Me hacía sentir una niña, sobre todo cuando me contaba cómo eran estas tierras. Siempre me trató de usted. Recuerdo cómo me subrayaba que nosotros, los franceses no podíamos imaginar la verdadera soledad, la de las pampas. Ahora estamos terminando un libro sobre Astor Piazzolla, junto a su hija, es un proyecto iniciado en vida de él.

-¿Y tu relación con el teatro?

- Hice un curso sobre teatro y sentí al finalizar que era más literatura que teatro. Ahí conocí a personas que iban a seguir las clases en la Universidad Internacional de Teatro. Descubrí la práctica teatral, ya que había actores, directores y técnicos extranjeros, sobre todo argentinos y venezolanos. Mis primeros pasos como traductora los di traduciéndoles textos a ellos. Me conecté con Víctor García, un verdadero genio. Al principio me pidieron traducciones en este taller, ahí descubrí que el texto que leía era literario, pero que tenía otra realidad sobre el escenario.

-¿A quién tradujiste primero?

-Creo que fue Stéfano de Armando Discépolo, después vino La malasangre de Griselda Gambaro, luego llegaron Monti, Veronese, Zangaro, Tantanian, Adriana Genta, y un autor uruguayo Carlos Liscano, más conocido en Francia que en su propio país, con muchos elementos del absurdo.

-¿Cuál es la mayor dificultad frente a la traducciones de textos dramáticos que no son realistas, como es el teatro de Gambaro o Monti?

-No hay que pensar en traducir un contenido, sino que hay que pensar en la forma. Los que son traductores amateurs cuentan lo mismo, pero sin descubrir ese estilo propio que tiene el autor original. Hay que bucear hasta encontrar sus características. Analizar cómo está escrito, más que el qué está escrito. El contenido puede ser el mismo, pero el impacto suena distinto, gracias al estilo.

-¿Siempre pudiste elegir lo que traducís?

- Hasta ahora puedo afirmarlo, la única excepción es muy reciente. Me propusieron traducir los textos premiados en el concurso "Germán Rozenmacher", que se distribuirán durante el III Festival Internacional de Buenos Aires. Como en el jurado estaba Daniel Veronese, Mauricio Kartun y Jorge Dubatti, sentí que tenía cierta seguridad de calidad. Por eso acepté. Tengo la suerte de poder elegir lo que traduzco. Un ejemplo insólito fue cuando me propusieron traducir Nada a Pehuajó de Julio Cortázar. Sentí que era una propuesta difícil, dialogué mucho con Aurora Bernández y quise conocer al director que la iba a montar. En cuanto me di cuenta que ese joven era capaz, no lo dudé más. Es muy difícil de trasladar al escenario por la cantidad de personajes que tiene.

-¿Se puede vivir de las traducciones?

- No es tarea fácil. Siempre se publica menos teatro, que narrativa, aunque desde hace pocos años se ha intentando volver a la costumbre de editar textos dramáticos. Hay tres editoriales especializadas, y otras más pequeñas. Siempre aparece alguna ayuda por parte del centro de traducción teatral y también becas del Ministerio de Cultura y otras entidades.

-¿Cuál es la política que tienen los teatros estatales franceses, con respecto a los autores extranjeros?

- Hay un reglamento en estos teatros, que reciben subsidio del gobierno. Todos tienen que respetar unas reglas, por lo cual hay pocas posibilidades de estrenar textos extranjeros. Los directores conociendo esto, igual pueden elegir algunos dramaturgos extranjeros, obviamente serán los que ellos prefieran. Siempre hay modas, hubo un período del teatro inglés, después llegaron los alemanes, ahora los de los países del Este. Hace dos años tuvimos la suerte - me refiero a la Argentina- de ser elegidos por el festival de Avignon, lo que permitió publicar un libro con diez autores argentinos. La gente se dio cuenta que había aquí un teatro universal, dejando de lado el mal folklore, con lugares comunes. Ahora se dan cuenta que hay un teatro fuerte y potente.

-¿Los directores son más conocidos que los dramaturgos?

- La gente de mi generación recuerda a Víctor García. Son conocidos de los argentinos Jorge Lavelli y Alfredo Arias, porque viven en Francia. Estuvieron mostrando sus espectáculos con mucho éxito tanto Daniel Veronese como Ricardo Bartis, pero con subtitulado en francés simultáneo. En el Festival de Avignon fue un éxito El pecado que no se puede nombrar, sobre los textos de Roberto Arlt. Los organizadores me dijeron que tenía que traducir el cincuenta por ciento, pero después con Bartis nos dimos cuenta que había que agregar más diálogos. Cuando empezaron los ensayos preferimos hacer dos subtitulados de dos líneas cada uno, en vez de uno de cuatro líneas. Los técnicos son bilingües. Los diarios apoyaron estos espectáculos y el público también mostró su adhesión.

- ¿Qué balance o anticipo podés hacer de la dramaturgia francesa actual?

- Hay una gran diversidad, como sucede en la Argentina. Están los autores que no me interesan, los comerciales, que en realidad son los que tienen más éxito. No me conmueven, aunque tienen su público, entre ellos está Schmitt, el creador de Variaciones enigmáticas o Reza, la autora de Art. Entre mis preferencias están Bernard-Marie Koltès, ya fallecido, o Philippe Minyana. Este último es un dramaturgo, para algunos, un poco marginal, pero está reconocido, ya que sus obras se estudian en el colegio. No tienen el reconocimiento popular, aunque conoce el otro. Los teatros oficiales tienen salas más pequeñas donde estrenan estos nuevos dramaturgos, sin olvidar los teatros de las provincias y sus centros dramáticos.

Fuente: Lugar Teatral Nº2

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Tito Cossa, Eduardo Rovner y Florencia Calvo
Presentaron Teatro del Siglo de Oro español

por Diego Rosemberg

El lugar no podía ser más apropiado. Teatro del Siglo de Oro español, el tercer libro de Emergentes Editorial, se presentó en el Teatro Nacional Cervantes, sala que se inauguró en 1921 con la puesta de La Dama Boba -una de las obras que se incluyen en el nuevo volumen-, escrita por Félix Lope de Vega, el autor emblemático de esa época.

La presentación, realizada el pasado 8 de agosto, formó parte de las actividades de la VII Feria del Libro Teatral –una exposición única en Latinoamérica- y estuvo a cargo del presidente de Argentores, Roberto Tito Cossa, la investigadora del CONICET Florencia Calvo y el director de la editorial, Eduardo Rovner.

Calvo, especialista en Siglo de Oro español, fue la encargada de abrir el acto. “Este es un volumen bien curioso”, subrayó antes de explicar: “Reúne a un autor bien canónico, como Lope de Vega, con una de sus obras más conocidas; a un dramaturgo que se escapa del canon y que es difícil de ubicar como Andrés de Claramonte y otro que si bien es canónico, Quevedo, no se lo reconoce por este tipo de obras, los entremeces. Es una selección muy interesante, bien ecléctica, que da cuenta de la todo lo que abarcó el Siglo de Oro español”.

La especialista señaló que La Dama Boba permite leer al mejor Lope de Vega: “En esa obra sabe muy bien lo que quiere decir”, acotó. Además, destacó que El valiente negro en Flandes, de Claramonte, es un buen texto para mostrar el funcionamiento y el lugar de la otredad en la sociedad española de entonces. Y agregó que los entremeses “permiten un acercamiento amigable a un autor como Quevedo, tan difícil, tanto en prosa como en poesía”.

Calvo elogió el estudio introductorio que realizó el dramaturgo e investigador español César Oliva. Valoró el hecho de que no remita sólo a los autores, sino que de cuenta de toda una práctica teatral que se inserta en una sociedad. “Este libro –dijo- rompe con la idea de que el teatro del Siglo de Oro español es monológico”.

La académica no había terminado su frase cuando Eduardo Rovner tomó la posta: “Me hace sentir feliz lo que decís porque ésa era la intención de la editorial, mostrar el medio de cultivo que da lugar a determinadas producciones teatrales”, dijo el director de Emergentes Editorial.

Después, Rovner relató cómo fue la génesis de su sello. Para eso se remontó a cinco años atrás, cuando había creado un grupo de estudio sobre teatro isabelino. “Si yo les digo que mencionen un autor de esa época, todos dicen Shakespeare. El que conoce un poco más, agregará a Marlowe y ya un entendido citará a Ben Jonson, pero a ninguno más. Sin embargo, en la época isabelina se creó la primera asociación de autores de la humanidad. Es necesario investigar cuál fue el contexto social, económico, cultural y teatral para entender porqué apareció un Shakespeare. Shakespeare sin todos los demás, no hubiera existido. Lo que pasa es que ese mundo capitalista e individualista siempre elige a un número uno”, dijo.
Por eso –explicó-, Emergentes Editorial, el sello que creó recientemente más como un aporte cultural que como un emprendimiento comercial, publica los textos teatrales acompañados por un estudio introductorio que pone en contexto socio-político-cultural a las tres obras que se incluyen en sus libros.
Tito Cossa fue el encargado de cerrar el panel y completar el relato de Rovner: “Cuando Eduardo me contó la idea de lanzar una editorial me decía que publicar libros de teatro iba a ser, de alguna manera, devolverle a la sociedad algo de lo que tanto le había dado a él. Un emprendimiento que nace con ese propósito, que germina con esa idea, espero que sea un hecho importante por mucho tiempo”.

Emergentes Editorial nació este año. Además de publicar Teatro del Siglo de Oro español ya publicó Teatro checo contemporáneo y Teatro comunitario argentino. Entre los títulos de próxima aparición figuran Teatro francés contemporáneo, Teatro uruguayo contemporáneo, teatro español contemporáneo y Teatro del grotesco italiano. Todos con la misma estructura: tres textos teatrales acompañados de un estudio introductorio que intentrará explicar por qué los dramaturgos escribieron lo que escribieron bajo la premisa que tiene Eduardo Rovner: “Con el talento solo no alcanza, hace falta un medio de cultivo que le permita desarrollarse".

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Entrevista a Mauricio Rosencof
"Las cartas que no llegaron"

por Alberto Catena

Cuando un autor ofrece una obra que es testimonio de una experiencia extrema de cárcel y humillaciones, el entrevistarlo no puede saldarse con preguntas estéticas o técnicas. Tal es el caso de esta charla con el escritor uruguayo en torno a la pieza que él mismo, en colaboración con Raquel Diana, concibió a partir de su novela Las cartas que no llegaron y que sus compatriotas de El Galpón estrenaron en el 2005 en el Teatro San Martín.



El poder de la memoria

La imagen es opresiva. Un hombre encerrado en un pozo de dos metros por uno intenta caminar: da tres pasos cortos, se detiene, gira sobre sí mismo y regresa en sentido contrario. Es todo el recorrido posible dentro de ese agujero infame (el “nicho” lo llaman los prisioneros) al que lo han enviado en castigo por su rebeldía. Sometido a ese martirio diario que lo desliza entre la vida y la muerte, este moderno Segismundo creado por el odio de una dictadura sudamericana sabe que sólo el movimiento continuo de sus músculos y la ayuda de algunos recuerdos y ejemplos entrañables pueden evitar que su cuerpo y su mente se marchiten definitivamente. Entre esos recuerdos salvadores, y como una suerte de contramodelo del Basilio de La vida es sueño, aparece el de su padre, una figura de intenso aliento moral, clave para sobrellevar ese tránsito por los círculos del infierno.
Con esa escena, comienza Las cartas que no llegaron, versión teatral de la novela homónima de Mauricio Rosencof que escribieron Raquel Diana y el propio autor. Para quienes compartan la definición de Roland Barthes de que toda novela es en el fondo autobiográfica, esta obra –más allá de la legalidad estética propia que le otorga el hecho de estar escrita como una ficción- los ratificará plenamente en sus convicciones. Y es que Mauricio Rosencof fue protagonista central de la peripecia que cuenta su novela y recoge la obra de teatro que en el año 2005 presentó el legendario grupo oriental El Galpón en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín. Detenido en 1972 debido a su actuación como dirigente del Movimiento Tupamaro, Rosencof fue sometido a partir de 1973 a once años y medio de cruel encarcelamiento. Aislado durante todo ese tiempo en un pozo siniestro al que llegaban escasamente el agua y la comida, el escritor sobrevivió –como algunos rehenes más, otros murieron o se volvieron locos- gracias a un ejercicio de dignidad y valentía que en muchos aspectos evocan las de Primo Levi, aquel extraordinario escritor judío, ya muerto, que sobrevivió al exterminio de los campos de concentración en Auschwitz.



Un padre inolvidable

Las cartas que no llegaron es un libro que narra en forma de correspondencia íntima con el padre los retazos de una dura historia familiar, que comienza a principios del siglo XX en una pequeña aldea de Polonia, Belzitse, agredida por los cosacos, sigue con escenas del Holocausto en la Segunda Guerra Mundial (Treblinka, Auschwitz, Teresienstadt) y termina en la mazmorras uruguayas a inicios de la década de 1970. La novela, como la obra de teatro, tiene un carácter casi elegíaco, de emocionado homenaje de Rosencof hacia su padre Isaac, de lírica reconstrucción mediante las palabras del universo de amor e ideales que unía al hijo con su progenitor.
“Estas son las cartas, mi viejo, que te quise escribir desde donde escribir no podía”, dice al comienzo el prisionero en la pieza teatral. En esa búsqueda que realizan las palabras, en ese conjuro que hacen por restablecer la comunicación perdida, hay sin embargo una o dos de ellas que se resisten a revelar su secreto íntimo, la clave de un significado vital. Hasta que al final aparece (tanto en la novela como en la obra teatral) y la alegría que produce esa iluminación no se disimula: “La Palabra. La Palabra caldea, aramea, babilónica, hebrea, quería decir, dijo, en el mismo instante, en el instante simultáneo donde el tiempo corre por su cuenta y sin reloj para mi padre en el comedor del asilo y para mí en el nicho, la Palabra, entonces quiso decir y dijo que estemos donde estemos, Viejo, nos estamos viendo”.

Rosencof cree hoy, y lo dice sin solemnidad ni ofuscación, que nada ni nadie lo separa ya de su padre, ni siquiera la muerte: “La memoria es como un rescoldo que no se apaga jamás. Basta que un olor o un sonido, aunque sea en la forma de un leve viento, golpeen una neurona dormida para que todo se enciende de nuevo. La novela –y la obra de teatro que la recreó- están construidas sobre el discurrir de la memoria. La biaba, los campos de concentración (los nuestros y los de la Segunda Guerra), el encierro prolongado, el estado de semilocura en que me sumía toda esa situación contribuyeron para que la memoria comenzara a funcionar, a prender sus llamas. Fue un ejercicio sin el cual difícilmente hubiera podido seguir vivo. Somos nuestra memoria y basta con que un pequeño estímulo la active para que ocurran cosas extraordinarias. En Por el camino de Swann, de Marcel Proust, alguien le da al protagonista una taza de té con una magdalena y él se pregunta: ¿dónde sentí antes este sabor? Toda la novela sale de la evocación que produce el sabor de una magdalena. Mis recuerdos nunca se habían detenido en Sacucho, el cartero que le llevaba las cartas a mi padre. Tuvo que ocurrir el encierro, al estar incomunicado tantos años, las cartas que llegaron de mi viejo o mi hija para que todo se me removiera en el espíritu y los recuerdos cobraran otra dimensión. Las cartas que yo esperaba de ellos con tanta ansiedad me condujeron a pensar en las cartas que papá aguardaba y nunca llegaron de sus parientes encerrados en los campos de concentración. Y ahí reapareció Sacucho, a quien el viejo invitaba a tomar guindado en el patio. Cuando mi viejo me contó durante un encuentro cómo habían matado a su madre en un campo de exterminio nazi y se le empezaron a caer lágrimas de los ojos, empecé a ver la infancia de otro modo. Infinidad de imágenes resurgieron de algún lugar, junto con detalles que comenzaron a adquirir un gran valor. Ahí me di cuenta del poder de la memoria, que era capaz incluso de completar historias cuyo final no sabía con precisión”.

“No sé si mi padre podrá recibir donde está esto que le escribí, del mismo modo que yo recibo a diario su pensamiento, su ejemplo de vida. El era un hombre transparente, honesto, con una enorme capacidad de lucha, un comunista que estuvo entre los creadores del Sindicato Unico de la Aguja y que nunca se entregó –continúa Rosencof. En mi casa, están todavía su tijera y su plancha de sastre. La literatura permite reconstruir nuestras vidas, lo que somos y hemos sido. Porque somos bastante más que lo que está debajo de nuestra piel. Somos también las otras personas: el viejo o la vieja, nuestra mujer y nuestros hijos, los amigos. Que no nos toquen a esos seres. El río de la sangre nos recorre desde la historia, aun sin que lo sepamos. Tenemos por ahí el rasgo físico de algún pariente que peleó en la Guerra de las Galias o en Las Termópilas y no tenemos conciencia de ello.
La memoria genética se pierde en el tiempo pero está en nosotros. Los horneros nacen sabiendo arquitectura, porque el hijo de un hornero aunque lo alejen de sus padres puede reconstruir su nido. Trae consigo una sabiduría que hasta Le Corbusier envidiaría. Y yo quiero empaparme de lo mejor de mi padre. Le cuento una anécdota de él. Un día que me fue a visitar cuando yo estaba preso, se desmayó debido a la larga espera. Al reaccionar, lo primero que hizo fue ponerse la pastilla debajo de la lengua que era para el corazón. Fue en esa circunstancia que un oficial le pidió a un soldado que le trajera un vaso de agua, a lo que él le contestó de inmediato “De ustedes no quiero ni el agua”. En una situación de esa naturaleza, con el hijo encerrado en condiciones penosas, con toda esa presión que sufría, y además afectado del corazón, el viejo supo sacar fuerzas de algún lugar y tener esa actitud de extraordinaria dignidad y entereza. Ese era mi padre”.



Acrílicos por encargo

-Cuando usted salió de la cárcel, sus padres estaban en un hogar de ancianos, ¿no?

-Allí fueron a parar por la situación de indigencia en que quedaron. Eso se vio agravado por mi detención. De ese lugar donde estuvieron, recuerdo otra anécdota que me contaron algunos compañeros del viejo y la vieja. Un día llegó gente de París a traerle a papá algún dinero y frazadas. Al entregarle las cosas, él sólo aceptó las frazadas que le tocaban. El dinero dijo que debían dárselo al comité de familiares de los detenidos. Su situación de pobreza era extrema, pero así y todo consideró que la plata debía ir al comité. Era un hombre muy solidario, incapaz de levantar la voz y con una sonrisa que era casi inherente a su estructura facial, a su alma. Mi madre, luego de la muerte de mi hermano, no quedó bien. Y él fue un gran respaldo para ella, la acompañó en todo momento en su dolor, que era también el suyo.

-Usted contó que, en algún momento de su cautiverio, algunos de sus guardianes le pedían que escribiera cartas de amor para sus novias.

-Y versos, sobre todo. Me había especializado en los acrósticos. Me acuerdo que en uno de los tantos traslados que tuve, retorné a un lugar donde un suboficial me recibió virtualmente alborozado. Durante mi estada anterior, le había escrito varios poemas para su novia, con la que después se casó. Al volver, llevaba ya un tiempo de casado y su mujer le reprochaba no estar tan romántico como al principio. “Por suerte que ha vuelto”, me espetó. “Necesito urgente uno de esos acrílicos”.

-Los traslados eran permanentes?

-Eran para evitar que pudiéramos establecer relación permanente con la oficialidad o la guardia. Temían que les ablandáramos el coco. Esos traslados tenían varios aspectos jodidos. Uno era la posibilidad de que te boletearan en el camino. La otra es que después de estar dos meses en un lugar ya habías conseguido por ahí alguna pequeña conquista, como por ejemplo que te dejasen tener una lata para orinar, que era como disfrutar de calabozo con baño privado. Te sacaban al baño una vez por día y cuando tenías la vejiga en el cráneo.Esas cosas se perdían al trasladarse.

Autor de obras de teatro como Los caballos, El combate del establo, Las ranas o El regreso del Gran Tuleque, o novelas como Vincha Brava, Memorias del calabozo (escrita en colaboración con Eleuterio Fernández Huidobro) o El bataraz –las dos últimas narran su experiencia en la prisión-, Mauricio Rosencof sigue escribiendo sin prisa pero sin pausa. En estos días se iba a dar a conocer en Montevideo y luego en Buenos Aires su última novela, El enviado del fuego. Y hay otra ya terminada, El barrio era una fiesta, que está próxima a publicarse. Con ese humor envidiable e indeclinable con que tiñe todas sus charlas, se refiere a la continuidad de su trabajo con una frase que evoca al Sandrini de su infancia: “Mientras el cuerpo aguante, voluntad no falta.



Tres opiniones

Como cierre de la conversación, Rosencof se refirió a tres temas más que le propuso esta revista: su identificación con Primo Levi, la fuerza interior para resistir la adversidad y las guerras. Lo que sigue es lo que dijo sobre esos puntos:

Identificación: “Después de la guerra, apareció una carta que daba cuenta de la existencia de una tía que había sobrevivido a los campos de concentración. Y que había salido de Auschwitz –eso lo averigüé después- el mismo día que Primo Levi, un escritor revolucionario con el que me identifico, y que el padre de Ana Frank, que no sabía que sus hijas y su mujer habían muerto de tifus. Levi dice en su libro La tregua que Dios nos da una tregua para que podamos respirar y luego nos asfixia de nuevo. Además admiro de él cómo construyó su vida posterior al infierno de los campos, sin odio, aunque sin abdicar al reclamo de justicia. Yo también perdí el odio, pero no las ganas de pelear, y si tengo en algún otro momento que dar, voy a dar. Porque en eso tenemos que atender a Jesús, cuando le dijo a sus discípulos en el Monte de los Olivos: así como un día les dije que salieran sin nada más que las sandalias y las túnicas, hoy les digo que las vendáis para comprar espadas. La historia de Jesús nos muestra también que siempre hay batidores, pero contra esa viruela nadie se puede vacunar”.

La fuerza interior para resistir en la adversidad: “Cualquier ser humano tiene reservas para enfrentar las adversidades, porque la vida te presenta todos los días contrariedades: la muerte de un hermano, de un padre, la ruptura de una pareja. Y además, todos tenemos referencias que nos fortalecen. El negro Viana decía: ¿cómo no voy a resistir si lo hizo Lumumba? El padre Zaffaroni pensaba en Cristo y en el Che. Yo pensaba en mi viejo y me decía: si no resistís, no vas a poder mirar a la cara ni a tu viejo ni a tu hija. El dolor y el sufrimiento son inherentes a la vida. El solo hecho de vivir te enfrenta con esos sentimientos. No hay un dolorímetro para medir cuánto dolor puede resistir cada uno pero todos, por el hecho de estar en la vida, atravesamos nuestra cuota de padecimientos. Los vas a recibir siempre, estés donde estés”.

Las guerras: “Son bestialidades crónicas que enfrenta el mundo. Ahora el escenario de esas bestialidades es Irak, Guantánamo y tantos otros lugares del mundo donde los Estados Unidos cometen esos atropellos. Estos problemas me sensibilizan y me duelen como a muchísimas personas de este planeta, pero cada uno tiene que cumplir su papel en donde está y mi inquietud más inmediata –sin perjuicio de condenar aquellas tropelías- se trata de averigüar qué pasó con nuestros desaparecidos, acá y en la Argentina. Le debemos ese legado a nuestros compatriotas que tanto sufrieron y a las generaciones que vengan. Yo digo siempre una frase que utilice en mi obra de teatro La retirada del Gran Tule que: “Por los chiquitos que faltan, por los chiquitos que vienen, uruguayos nunca más”.

Fuente: Revista Teatro Año XXVI
Nº 80-Junio 2005

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